Artículo publicado en Tribuna de Opinión de Heraldo de Aragón en Septiembre 2020
Hace dos años me pedí una excedencia de dos meses en el trabajo. Llevaba años queriendo realizar una parada en mi ajetreada vida personal y profesional, convencido de que para continuar en muchas ocasiones es necesario parar. Quien está acostumbrado a recorrer caminos, subir montañas, o simplemente caminar, sabe de la importancia de parar para poder continuar. Parar para ver el camino recorrido, para refrescar cuerpo y mente, parar para visualizar lo que está por llegar…Parar para poder continuar.
Paré y decidí hacerlo de una manera singular. Reconozco que pese a mi reconocida verborrea, de la que en parte dejo en estas líneas una pequeña muestra todos los meses, soy un hombre al que le gusta el silencio, la mirada interior, y el diálogo trascendente de quien se sabe acompañado de un Dios Todocariñoso. A lo largo de mi vida he conocido y pasado extraordinarias semanas en silencio en varios monasterios, que siempre me supieron a poco. Y por eso decidí pasar aquella excedencia en Jerusalén, porque estaba convencido que el contexto, la ciudad santa, sería un lugar perfecto para esta experiencia de silencio de mayor duración. Luego la suerte, y buenos amigos, hicieron el resto para que aquella excedencia pudiera realizarla en la comunidad jesuita de la ciudad, en un entorno privilegiado, y con una gente maravillosa.
Muchas son las experiencias y aprendizajes que me llevé de aquella preciosa experiencia, pero una me viene de manera insistente estos días a la cabeza: el Muro de las Lamentaciones.
Cuando uno visita el Muro de las Lamentaciones es como retrotraerse siglos atrás. Si además tienes la oportunidad de adentrarte en la sinagoga contigua, la sensación de estar inmerso en otro tiempo se acrecienta. Y es precisamente esta inmersión la que, cada vez que decidía marchar allá para rezar una tarde o una mañana, una sensación de agradecimiento me llenaba casi de manera instantánea. De agradecimiento porque como cristiano, sentía que gracias a aquellas personas que habían perseverado durante siglos, yo podía estar allí, yo podía vivir como vivo, yo podía vivir mi fe de la manera en la que la vivo y que tanto supone para mí. No comparto nada políticamente ni religiosamente con la comunidad judía, pero me siento agradecido, de que otros, antes que yo, perseveraran en su fe, para que la mía pudiera tener lugar. Hoy caminamos caminos diferentes, pero yo no sería nada sin ese pasado común.
Algo parecido pasa con nuestra Transición. Siento enorme gratitud por una sociedad, hombres y mujeres de calle, y una clase política que supo poner el bien común de mi país por encima de intereses particulares y partidistas. Seguramente lo pudieron hacer mejor, pero somos lo que somos porque una sociedad y sus representantes políticos fueron como fueron. Y hoy somos diferentes, e incluso como en el Muro de las Lamentaciones, nada nos una porque hemos evolucionado. Pero debemos ser generosos y agradecidos. Somos lo que somos porque ellos y ellas fueron como fueron, hicieron lo que hicieron, y hoy, por muy evolucionados, diferentes que nos creamos, deberíamos, más que denostar, agradecer que gracias a ellos y ellas hoy estamos aquí y somos lo que somos.
Reconocer significa volver a conocer. Reconocer que, como presente, somos parte de un pasado, es cuando menos un acto de dignidad humana. Denostar el esfuerzo de quienes en situaciones muchísimo más complicadas que las actuales, fueron capaces de unirse para sacar adelante un país, algo que por cierto no son capaces nuestros representantes actuales, merece cuando menos un gesto de agradecimiento sincero, de humildad, y de generosidad, para entender que la historia de los pueblos, la historia de cada uno de nosotros, no es algo lineal sobre lo que se pueda borrar el antes o el después, sino que es algo que por colectivo, precisa de algo esencial: humildad para reconocer que aquello que somos no empezó con nosotros sino con los otros, y que somos lo que somos, por muy diferentes que nos creamos, porque otros construyeron antes los cimientos de nuestra existencia. Parar para poder continuar, pero parar para reconocer, no para destruir, de lo contrario, volvemos a la casilla de salida.
Carlos Piñeyroa Sierra
Director de Conversaciones e Innovación abierta de Grupo Init. Freelance en Innovación en dirección de personas