Artículo publicado en Heraldo de Aragón, sección Opinión, en Septiembre 2021
De repente una llamada, y todo termina. De repente se apaga la vida, y con ella la palabra oquedad retiñe inaugurando la ausencia.
Desde hace muchos años, con poco éxito por mi parte, les digo a mis sobrinos y a los hijos de mis amigos, que la palabra “siempre” es una falacia. Que su juventud deslumbra, y que, salvo raras ocasiones, aún no han descubierto que, lo que creemos “es para siempre”, en realidad es para un tiempo determinado… el tiempo de la vida. Que aún no saben que ese momento pospuesto, ese, para más tarde, no tendrá en la palabra “siempre” su encuentro, porque en su mentira, la palabra “siempre” es finita.
Y si eso es cierto para cualquiera de nosotros, lo es más para las personas mayores que nos acompañan. Desde el fallecimiento de mi padre hace ya dieciocho años, tuve la suerte de provocar encuentros, comidas, con su hermano, mi padrino Carlos, con quien compartí la intrahistoria de una familia, la nuestra, que durante muchos años no tuvo las cosas fáciles, y de las que mi padre, por una u otra razón, decidió hablarnos poco. Cada momento, cada palabra era recibida por mí con el asombro de un niño, y, cada vez más, mi voracidad curiosa provocaba que los encuentros y las llamadas fueran más continuos. La rutina de esos encuentros siempre iban salpicados de notas en mi agenda de las que luego tiraba para investigar mi pasado, el de mi familia, el de mi apellido….
Pero conforme pasaban los años, cada vez que él me acompañaba a la estación para despedirme, o cuando colgaba el teléfono, una sensación intensa me inundaba, y no era otra que la pregunta dolorosa de si aquella sería la última vez que lo vería o hablaría con él. Mi cabeza y corazón quería postergar lo que era inevitable.
Las últimas veces no llegan, sólo se recuerdan. La vida no nos avisa: “esta será la última vez que…”, sino que las últimas veces forman parte de ese acervo que parece estar esperándonos cuando la oquedad de la ausencia nos inunda, como si fuera un bálsamo que intenta paliar el doloroso momento. Por eso, quizás, uno de los aprendizajes que hoy puedo compartir es vivir como si fuera la última vez, no para intensificar lo que vives, sino para tomar consciencia de la finitud de lo que disfrutamos, y que lo que tenemos entre las manos es tan vida, tan celebrativo,….que cada palabra, cada conversación, cada gesto, implica tanto, que no deberíamos esperar a las últimas veces para comprobar cuánto podemos llegar a perder.
Las últimas veces no avisan, y en nuestra ingenuidad pensamos que la palabra “siempre” nos protegerá de esas últimas veces, pero llegan, claro que llegan. Y lo hacen en términos del pasado. Convertirlas en futuro es nuestra responsabilidad. Hacerlo implica reconocer el valor precioso de quienes nos acompañan a cada instante, y al menos, llevarnos el aprendizaje de que cuantas más últimas veces sean postergadas, más grande será el bálsamo del recuerdo, y más alimentará nuestro presente, de consciencia amorosa hacia quienes forman parte de nuestro alrededor. Eso es lo que me llevo de mi padrino Carlos, eso es lo que atenúa el dolor, las, ahora sí, eternas últimas veces.
Carlos Piñeyroa Sierra
Director de Conversaciones e innovación abierta en Grupo Init. Consultor de Innovación en dirección de personas