Artículo publicado en Heraldo de Aragón en Septiembre en la sección Opinión Tribuna Abierta
No tengo coche. Viajo en transporte público. Y viajo bastante. En Madrid ya sólo uso Cabify. En Zaragoza, por razones obvias, sólo uso el taxi. He tenido en ambos casos experiencias agradables y no tan agradables. Nada es blanco o negro, todo tiene sus matices. De Cabify, y el resto de compañías bajo licencias VTC, me quedo con su capacidad para fijar el precio de antemano, de conocer los tiempos de llegada, de la posibilidad de valorar al conductor, y sobre todo, por encima de todo, la experiencia de cliente. De los taxis me quedo con el conocimiento de la ciudad y su manejo de la misma para encontrar las mejores soluciones de movilidad llegado el momento de los atascos o las prisas. De Cabify no me gusta que, en cuanto han empezado a crecer, en algunos casos esa experiencia de cliente se ve resentida por una rutina que empieza a perder sus signos distintivos (ofrecer agua, preguntar si la temperatura es de tu agrado, preguntarte por la emisora que quieres escuchar,…). De los taxis no me gusta en general la experiencia de usuario (todo lo contrario del anterior…) y el hecho de que un mismo trayecto (en mi caso muy habitualmente desde mi casa a la estación del AVE) me cueste cada vez un precio diferente, con diferencias abrumadoras de hasta cinco euros por trayecto. En definitiva, tengo claro que, para mí, hoy por hoy, abiertas las dos puertas del coche, yo elegiría Cabify.
Pero todo esto como pueden suponer son mis gustos. Los míos. No se los puedo imponer a nadie. Pero, aún con todo, soy pieza fundamental de este puzzle. En la llamada guerra del taxi he transitado de ser el cliente, a ser la víctima. Pero no soy la víctima del taxi o de las compañías bajo licencia VTC. Soy la víctima de la nuestra Administración, de nuestro Gobierno.
La movilidad ciudadana es una materia sujeta a regulación. Son ya muchos años en los que la tecnología ha entrado de manera disruptiva en la forma en la que, hasta hace pocos años, nos desplazábamos. La tecnología ha sido y es un elemento de cambio de muchos modelos de negocio tradicionales. Estamos viviendo, y viviremos una enorme revolución. El cambio es todavía mayor, si, a la tecnología, le añadimos el enorme poder que hemos acaparado los clientes al exigir en la prestación de servicios un rol más protagonista, hasta el punto de derivar en el concepto de prosumer, o aquel que le dice a la compañía cómo quiere que se le presten los servicios que va a recibir. Tecnología y experiencia de cliente lo están cambiando todo.
Y ahí, lo que resulta inadmisible es que la Administración, a la hora de dilucidar sobre fórmulas de gestión de este cambio radical, se plantee, cómo únicos parámetros de decisión, la satisfacción de intereses corporativos, de unos y de otros, en vez de preguntarse qué es mejor para el ciudadano, qué es mejor para el destinatario final del servicio público de movilidad. Y más aún cuando esos intereses corporativos son confusos y alambicados, como ha puesto de manifiesto las informaciones aparecidas sobre que una parte importante de las VTC fueron compradas por taxistas, o que hay un alto negocio especulativo en el entorno de la compra de licencias VTC y de las licencias del taxi, que no lo olvidemos, ambas son licencias de servicio público, que luego son vendidas a precios millonarios, como si de propiedad privada se tratara.
Si hay algo propio de la vieja política, es pensar que, en un mundo que cambia tan rápidamente, la legislación debe seguir sirviendo a los mismos centros de interés. Necesitamos una política, una administración, 4.0, que considere la gestión de lo público como un proyecto emprendedor, innovador. Que sea capaz de experimentar, de iterar el proyecto preguntándole al cliente-ciudadano si el servicio le satisface y de no hacerlo, cómo puede mejorarlo. Y sobre todo, que incorpore la dualidad tecnología-experiencia de cliente como parámetros de ese servicio. Necesitamos que la gestión de los servicios públicos se aleje cada vez más de la satisfacción de centros de interés corporativos, y se centre en la ciudadanía y de lo que esta ciudadanía está hecha en cada momento. Porque ¿realmente creen que al ciudadano le importa si hay una o veinte licencias VTC? Al ciudadano lo que realmente le interesa es que el servicio público de movilidad se preste en las mejores condiciones posibles, adaptado a los cambios que ya vive en su vida cotidiana, y mejorando de manera permanente tanto su experiencia de cliente como las ventajas tecnológicas que lo hagan más sencillo, cómodo y fiable. Al ciudadano lo que verdaderamente le preocupará es no poder elegir, no poder decidir libremente qué servicio, de los que están en el abanico de posibilidades reguladas, le conviene más o se adapta más a sus necesidades de cada momento.
Una regulación que mira a intereses corporativos es una regulación que engaña al ciudadano, porque hace perder el foco sobre lo verdaderamente importante, que es el interés general y de la ciudadanía. Cuando se reconoce la existencia de una guerra comercial, y lo único que se mira es el interés de las compañías que prestan el mismo servicio, la víctima no es ninguna de ellas, la víctima es el ciudadano a quienes los tres, taxistas, empresas bajo licencias VTC, y Administración pública deberían servir. La tecnología y todo lo que ya sabemos sobre experiencia de cliente debería ser el norte para la prestación de unos servicios públicos que no pueden ser ajenos a la evolución de la sociedad, a la evolución de la propia ciudadanía a la que sirven. Y esto que es aplicable para la movilidad, sin duda, es aplicable para el resto de servicios públicos ¿no creen?.
Carlos Piñeyroa Sierra
Director de Init Land y Consultor en Innovación de Dirección de Personas